domingo, 10 de agosto de 2008

El blues de Orteguita

Ariel Ortega fue una de las grandes promesas del fútbol argentino en los años noventa. Cuando a Maradona le "cortaron las piernas", según su gráfica expresión, tuvo que ocupar su lugar en la cancha en los que serían los últimos partidos del equipo argentino en el Mundial de Estados Unidos.
En el mundial siguiente, el de Francia, cuando el seleccionado perdió en los últimos minutos el partido contra Holanda, aún se recuerda su cabezazo al arquero holandés, que le llevaba unos cuantos centímetros de altura. No fue el responsable de esa derrota pero su gesto de impotencia fue emblemático de la tendencia argentina a no aceptar los fracasos.
Su tercer mundial marcó otra decepción, coronada apenas con un gol de penal, en realidad convertido tras el rebote dado por el arquero sueco.
Su carrera en Europa no estuvo tampoco a la altura de sus antecedentes, deambulando por equipos españoles e italianos, hasta que River lo repatrió, y allí recuperó la alegría de jugar. Una nueva transferencia lo depositó en un equipo turco, lo que podría haber sido la puerta de su reingreso a las grandes ligas pero una vez más lo traicionó su dificultad de someterse a la disciplina de un entrenador que pusiera entre paréntesis su talento y le pidiera otra clase de sacrificios. Por entonces no se hablaba con todas las letras de su problema de alcoholismo.
Su abandono precipitado del club de Turquía pareció ser el final de su carrera, pero luego de un tiempo de suspensión, cuando ya había pasado los 30 años, se le abrió una nueva oportunidad en Newell´s, y la exitosa sociedad con el Tolo Gallego tuvo su premio con un título. Nuevamente River se cruzó en su camino, con su padrino futbolístico Daniel Passarella, que tuvo con él la indulgencia que no mostró en otros casos, pero la condición fue que él se hiciera cargo de su enfermedad.
Los resultados no acompañaron a Passarella, y después del "paso a paso" de Merlo llegó Diego Simeone, compañero de Ortega en los tres mundiales que jugó, a ocupar el banco de suplentes de River. Ortega fue decisivo en la obtención del primer campeonato de River tras años de resultados frustrantes, pero lo que debía ser el final feliz se transformó en una nueva zozobra. Simeone lo separó del equipo tras un nuevo exceso con el alcohol, y el "Burrito" pareció acusar el golpe, pero otro escándalo -esta vez ante las cámaras de TV- significó la gota que rebalsó el vaso de una situación inmanejable para los dirigentes de River, a pesar del reciente éxito.
Cuando se hablaba de un futuro destino exótico -que hubiese significado seguramente el alejamiento de toda tentación a la bebida- llegó un nuevo salvavidas para su carrera ya declinante: un equipo -nada menos- de la tierra del sol y del buen vino, pero del ascenso. Será sin dudas una atracción cuando le toque jugar de local, y objeto de curiosidad y acaso de escarnio cuando le toque visitar las polvorientas canchas suburbanas o de pequeñas ciudades del interior, donde recios marcadores lo depositarán en el suelo y muchos árbitros, conociendo su legendaria habilidad para simular infracciones, tenderán a desconfiar de sus caídas.
Él podría decir, con tanta autoridad como Diego, que pagó sus errores, pero que la pelota no se mancha. El mayor desafío no es, para él, si su equipo asciende, aunque los que lo contrataron se ilusionen con esa expectativa, sino que su magia aún pueda brillar antes del inevitable ocaso.

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