A más de una semana de la muerte de Sandro, cuando empiezan a apagarse los recuerdos de su extensa carrera -al menos en los medios, atrapados por la urgencia de cada día-, es tiempo de intentar un balance sobre lo que significó esa cadena de éxitos casi ininterrumpidos durante décadas.
Como se sabe, Sandro nació como un precoz imitador de Elvis Presley, y sus contorsiones juveniles escandalizaban a las señoras de pro y excitaban a las más jóvenes, sobre todo las de los sectores populares. En tiempos de "mediáticos" que se desesperan por que conozcamos su vida íntima, él pudo ocultar sus amores, lo que generó un sinnúmero de fantasías entre los periodistas del rubro chimentero.
Pero Sandro y los periodistas que acompañaron su éxito tenían eso que se conoce como "códigos". Como han contado muchos de ellos, él los reunía alrededor de una mesa y compartía anécdotas que les permitían escribir algo sabroso sobre él sin vulnerar su intimidad.
También se ha dicho que supo ser un muy buen vendedor de lo que hacía. Si bien pudo haber seguido siendo el rockero de sus comienzos, intuyó que podía renovar la balada romántica con ese toque erótico que las letras apenas insinuaban, algo muy diferente de la actual "cumbia villera", como si a las masas empobrecidas les estuviera vedada la metáfora.
El tiempo de Sandro fue, pese a los claroscuros de nuestra historia, un tiempo de inocencia. En la comparación con Palito Ortega tiene a su favor el hecho de que su carrera no haya sido puesta al servicio de los poderes dictatoriales. Lo suyo habrá sido pasatista, pero en un continente tan vasto como el nuestro su figura cobró una dimensión con pocos antecedentes.
Él no quiso que lo lloraran cuando se fuera a la eternidad. El que murió la semana pasada fue Roberto Sánchez, pero Sandro seguirá vivo en la memoria de los que amaron su música y de las "nenas" que fantasearon con él.
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